domingo, 30 de septiembre de 2012
sábado, 15 de septiembre de 2012
miércoles, 22 de agosto de 2012
martes, 5 de junio de 2012
WILLIAM FAULKNER
Una rosa para Emily
Por William Faulkner
The Modern Library, Random House. Nueva York, 1946
1.
Cuando
murió la señorita Emily Grierson, todo nuestro pueblo fue a su
funeral: los hombres por una especie de respetuoso afecto hacia un
monumento caído, las mujeres sobre todo por la curiosidad de ver el
interior de su casa, que nadie, excepto un viejo criado —mezcla de
jardinero y cocinero— había visto, por lo menos, en los últimos diez
años.
Era
una casa de madera, grande, más bien cuadrada, que alguna vez había
sido blanca; estaba decorada con cúpulas, agujas y balcones con
volutas, según el airoso y pesado estilo de los setenta. Se ubicaba en
la que antiguamente fue nuestra mejor calle, después invadida por
talleres y limpiadoras de algodón que se inmiscuyeron e hicieron caer
en el olvido incluso los apellidos más ilustres de ese vecindario. Sólo
la casa de la señorita Emily seguía alzando su obstinada y coquetona
decadencia por encima de los camiones de algodón y las bombas de
gasolina —un adefesio entre adefesios. Y ahora la señorita Emily había
ido a reunirse con los que otrora portaran aquellos ilustres apellidos
en el lánguido cementerio de cedros, donde yacían entre las tumbas,
ordenadas en filas y anónimas, de los soldados de la Unión y la
Confederación que cayeron en la batalla de Jefferson.
En
vida, la señorita Emily había sido una tradición, una preocupación y
un deber; algo así como una obligación hereditaria que recayó sobre el
pueblo desde aquel día de 1894 en que el coronel Sartoris, el alcalde
—quien creó el decreto por el cual ninguna mujer negra podría salir a
la calle sin un delantal— le condonó el pago de impuestos desde la
muerte de su padre y a perpetuidad. No era que la señorita Emily
hubiera aceptado una obra de caridad. El coronel Sartoris inventó una
complicada historia según la cual el padre de ella había prestado dinero
al pueblo, dinero que la comunidad, por cuestiones financieras,
prefería pagarle de esta manera. Sólo un hombre de la generación y con
la mentalidad del coronel Sartoris podría haber inventado algo así, y
sólo una mujer podría haberlo creído.
Este
acuerdo generó cierto descontento cuando la siguiente generación, con
ideas más modernas, llegó a la alcaldía y al Consejo. El primer día del
año le enviaron por correo una notificación del pago de impuestos.
Llegó febrero y aún no había respuesta. Le escribieron un oficio para
pedirle que se presentara en la oficina del alguacil en cuanto le fuera
posible. Una semana después, el alcalde mismo le escribió,
ofreciéndose a visitarla o enviarle su coche y recibió como respuesta
una nota escrita en un papel de apariencia anticuada, con caligrafía
fina y fluida y tinta desvanecida, en la que la señorita Emily le decía
que ya no salía nunca. También incluía la notificación del pago de
impuestos, sin comentario alguno.
Convocaron
a una junta especial de concejales. Una delegación fue a buscarla y
tocó la puerta por la que ningún visitante había pasado desde que ella
dejó de dar clases de pintura en porcelana ocho o diez años antes. El
viejo negro los guió hacia un oscuro vestíbulo, desde donde ascendía
una escalera que se adentraba en una oscuridad todavía más profunda.
Olía a polvo y desuso —un olor a encierro, a humedad. El negro los
condujo a la sala, donde había pesados muebles de piel. Cuando él abrió
las persianas de una ventana, pudieron ver las grietas en la piel de
los muebles y al sentarse, un ligero polvillo se elevó perezosamente
alrededor de sus muslos, girando con lentas motas a la luz del único
rayo de sol. En un caballete dorado deslustrado que se encontraba
frente a la chimenea, se erigía un retrato al carbón del padre de la
señorita Emily.
Se
levantaron cuando ella entró —una mujer pequeña y gorda, vestida de
negro, con una delgada cadena de oro que descendía hasta su cintura y
desaparecía en su cinturón. Se apoyaba en un bastón de ébano con cabeza
de oro deslustrado. Su esqueleto era pequeño y enjuto; quizás por eso
lo que en otra persona hubiera sido simple gordura, en ella era
obesidad. Se veía hinchada y con el mismo color pálido que un cuerpo
sumergido por mucho tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las
protuberancias que formaban los pliegues de su cara, parecían dos
pequeños carbones presionados en un bulto de masa que se movían de una
cara a otra mientras los visitantes explicaban el motivo de su visita.
Ella
no los invitó a sentarse. Solamente se paró bajo el marco de la puerta
y escuchó en silencio hasta que el hombre titubeó y se detuvo.
Entonces ellos pudieron escuchar el tictac del invisible reloj que
colgaba de la cadena de oro.
Su
voz era seca y fría. “Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. El
coronel Sartoris me lo explicó. Quizás alguno de ustedes pueda tener
acceso a los registros de la ciudad y comprobarlo por sí mismo.”
“Ya
lo hicimos. Somos las autoridades de la ciudad, señorita Emily. ¿No
recibió una notificación del alguacil, firmada por él mismo?”
“Sí, recibí un papel —dijo la señorita Emily—. Quizás él se cree el alguacil… Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”
“Pero, verá usted, no hay ningún registro que lo demuestre. Debemos seguir…”
“Vean al coronel Sartoris. Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson.”
“Pero, señorita Emily…”
“Vean
al coronel Sartoris. (El coronel Sartoris había muerto hacía casi diez
años.) Yo no tengo que pagar impuestos en Jefferson. ¡Tobe! —el negro
apareció—. Muéstrale a los caballeros dónde está la salida.”
2.
Así
que los venció, por completo, tal y como había vencido a sus
antepasados treinta años atrás en relación con el olor. Eso fue dos
años después de la muerte del padre de la señorita Emily y poco después
de que su enamorado —el que todos creíamos que la desposaría— la
abandonara. Después de la muerte de su padre ella salía muy poco;
después de que su novio se fue, ya no se le veía en la calle en lo
absoluto. Algunas damas tuvieron la osadía de buscarla pero no las
recibió, y la única señal de vida en el lugar era el negro —joven
entonces— que salía y entraba con la canasta del mercado.
“Como
si un hombre —cualquier hombre— pudiera llevar una cocina
adecuadamente”, decían las damas. Así que no se sorprendieron cuando
surgió el olor. Fue otro vínculo entre el mundo ordinario, terrenal, y
los encumbrados y poderosos Grierson.
Una vecina se quejó con el alcalde, el juez Stevens, de ochenta años de edad.
“¿Pero qué quiere que haga al respecto, señora?”, dijo.
“Bueno, mande a alguien a decirle que lo detenga —dijo la mujer—. ¿Acaso no hay leyes?”
“Estoy
seguro de que no será necesario —dijo el juez Stevens—. Probablemente
sea solamente que su negro mató una víbora o una rata en el jardín.
Hablaré con él al respecto.”
Al
día siguiente recibió dos quejas más, una de ellas de un hombre que le
dijo con tímida desaprobación: “De verdad debemos hacer algo al
respecto, juez. Yo sería el último en molestar a la señorita Emily,
pero debemos hacer algo.” Esa noche el Consejo se reunió —tres hombres
con barbas grises y un hombre más joven, miembro de la nueva
generación.
“Es
simple —dijo este último—. Enviémosle un aviso para que limpie su
propiedad. Le damos un plazo para hacerlo y si no lo hace…”
“Por Dios —dijo el juez Stevens—, ¿acusaría a una dama de oler mal en su propia cara?”
Así
que la noche siguiente, después de media noche, cuatro hombres
cruzaron el jardín de la señorita Emily y se escabulleron en la casa
como ladrones, husmeando a lo largo del basamento de ladrillo y los
huecos del sótano mientras uno de ellos hacía un movimiento regular con
el brazo, como de sembrador, sacando algo de un saco que colgaba de su
hombro. Rompieron la puerta del sótano y espolvorearon cal ahí y en
todo el exterior de la casa. Cuando cruzaron de nuevo el jardín, una
ventana que había estado apagada estaba ahora iluminada y se podía ver a
la señorita Emily sentada, con la luz detrás de ella y la parte
superior de su torso inmóvil como la de un ídolo. Se deslizaron
silenciosamente a través del césped hacia la sombra de las acacias que
bordeaban la calle. Después de una semana o dos el olor desapareció.
Eso
fue cuando la gente ya había comenzado a sentir verdadera pena por
ella. El pueblo recordaba cómo la anciana Wyatt, su tía abuela, se
había vuelto completamente loca y creía que los Grierson se sentían más
importantes de lo que realmente eran. Ningún joven era lo
suficientemente bueno para la señorita Emily y su familia. Habíamos
pensado durante mucho tiempo en ellos como si fueran un cuadro, la
delgada figura de la señorita Emily en el fondo y la figura de su padre
al frente, con la espalda vuelta hacia ella y sujetando un látigo,
ambos enmarcados por la puerta principal abierta. Así que cuando ella
cumplió treinta años y aún era soltera, no fuimos precisamente
complacidos, sino vengados; incluso con la locura de su familia, ella
no hubiera rechazado todas sus oportunidades si éstas se hubieran
materializado de verdad.
Cuando
su padre murió, se rumoraba que la casa fue todo lo que le dejó, y de
alguna forma, la gente estaba contenta por ello. Finalmente podrían
compadecerse de la señorita Emily. Al quedar sola y pobre, se había
humanizado. Ahora también ella sabría lo que eran la desesperación y el
temor de tener un centavo de más o de menos.
El
día siguiente a la muerte de su padre, todas las damas se prepararon
para ir a su casa y ofrecer sus condolencias y ayuda, como es nuestra
costumbre. La señorita Emily las encontró en la puerta, vestida como
siempre y sin señal alguna de aflicción en el rostro. Les dijo que su
padre no estaba muerto. Lo hizo durante tres días, con todo y que los
ministros y los doctores la buscaban tratando de persuadirla para
deshacerse del cuerpo. Justo cuando iban a recurrir a la ley y la
fuerza, ella tuvo una crisis y ellos enterraron a su padre rápidamente.
Entonces
no decíamos que estaba loca. Creíamos que tenía que hacer lo que hizo.
Recordábamos a todos los jóvenes que su padre había ahuyentado y
sabíamos que, ahora que nada le quedaba, tendría que aferrarse a quien
la había robado, como cualquiera en su lugar lo haría.
3.
Estuvo
enferma durante mucho tiempo y cuando volvimos a verla, se había
cortado el cabello, lo que la hacía parecer una niña, con un ligero
parecido a esos ángeles de los vitrales de las iglesias —entre trágicos
y serenos.
El
pueblo acababa de aceptar los contratos para pavimentar las aceras y
las obras comenzaron en el verano que siguió a la muerte de su padre.
La compañía de construcción llegó con negros y mulas, maquinaria y un
capataz llamado Homer Barron, yanki —un hombre grande, de piel oscura,
vivaz, con una voz fuerte y ojos más claros que su rostro. Los niños lo
seguían en grupos para escucharlo maldecir a los negros y a éstos
cantar al compás con que subían y bajaban los picos. Muy pronto Homer
Barron conocía ya a todo el pueblo. Siempre que se escuchaban risas en
algún lugar de la plaza, él estaba en el centro del grupo. Poco tiempo
después comenzamos a verlo con la señorita Emily las tardes de domingo,
conduciendo su coche con ruedas amarillas y el par de caballos bayos
de la caballeriza.
Al
principio nos dio gusto que la señorita Emily estuviera interesada en
alguien, porque todas las damas decían: “Por supuesto, una Grierson no
tomaría en serio a un obrero del norte.” Pero otros, mayores, afirmaban
que ni siquiera la aflicción podría hacer que una verdadera dama
olvidara la noblesse oblige —sin llamarla exactamente noblesse oblige.
Solamente decían: “Pobre Emily. Su familia debería visitarla.” Ella
tenía algunos parientes en Alabama; pero años atrás su padre se había
peleado con ellos por la herencia de la anciana Wyatt, la loca, y ya no
había comunicación entre las dos familias. Ni siquiera habían enviado a
alguien en su representación al funeral.
Y
tan pronto como los ancianos dijeron “Pobre Emily”, los rumores
comenzaron. “¿Crees que sea cierto? —se decían entre ellos—. Por
supuesto que sí. ¿Qué más podría…?” Lo decían a sus espaldas; y el
susurro de la seda y el raso detrás de las persianas cerradas bajo el
sol de la tarde de domingo conforme sonaba el rápido clop-clop-clop de
los caballos: “Pobre Emily.”
Ella
llevaba la frente muy en alto —incluso cuando creíamos que había
caído. Era como si demandara más que nunca el reconocimiento de su
dignidad como la última Grierson; como si ese toque de desenfado
reafirmara su impenetrabilidad. Como cuando compró el veneno para
ratas, el arsénico. Eso sucedió un año después de que comenzaran a
decir “Pobre Emily”, durante la visita de sus dos primas.
“Quiero
un veneno”, dijo al droguero. Entonces ya rebasaba los treinta, era
aún una mujer delgada, aunque más delgada de lo normal, con ojos
negros, fríos y arrogantes, en una cara con la piel estirada sobre las
sienes y alrededor de los ojos, como uno imaginaría que debe verse la
cara de un guardafaros. “Quiero un veneno”, dijo.
“Sí, señorita Emily. ¿De qué tipo? ¿Para ratas y cosas por el estilo? Le recomiendo…”
“Quiero el mejor que tenga. No me importa de qué tipo sea.”
El droguero mencionó varios. “Matarían hasta a un elefante. Pero lo que quiere es…”
“Arsénico —dijo la señorita Emily—. ¿Ése es bueno?”
“¿Arsénico?… Sí, señora. Pero lo que usted quiere…”
“Quiero arsénico.”
El
droguero bajó la mirada. Ella lo miró, muy erguida, con el rostro como
una bandera tirante. “Bueno, por supuesto —dijo el droguero—. Si eso
es lo que desea. Pero la ley exige que diga para qué va a usarlo.”
La
señorita Emily sólo lo miró, con la cabeza inclinada hacia atrás para
verlo a los ojos, hasta que él desvió la mirada, fue por el arsénico y
lo envolvió. El repartidor, un niño negro, le llevó el paquete; el
droguero no volvió. Cuando ella abrió el paquete en su casa, estaba
escrito sobre la caja, debajo del símbolo de la calavera y los huesos
cruzados: “Para ratas.”
4.
Así
que al día siguiente todos dijimos “Va a suicidarse”; y pensábamos que
era lo mejor que podía hacer. Cuando se le había comenzado a ver con
Homer Barron, habíamos dicho “Se casará con él”. Luego dijimos “Todavía
puede convencerlo”, porque el mismo Homer había puntualizado que él no
era para casarse, le gustaba alternar con hombres y se sabía que bebía
con los jóvenes en el Club de Elk. Después dijimos “Pobre Emily”
detrás de las persianas, cuando pasaban por la tarde de domingo en el
brillante coche, la señorita Emily con la frente en alto y Homer Barron
con el sombrero ladeado y un puro entre los dientes, tomando las
riendas y el látigo entre sus guantes amarillos.
Luego
algunas damas comenzaron a decir que era una desgracia para el pueblo y
un mal ejemplo para los jóvenes. Los hombres no querían intervenir,
pero finalmente las damas forzaron al pastor de la iglesia bautista —la
familia de la señorita Emily pertenecía a la iglesia episcopal— a que
hablara con ella. Él nunca habría de decir qué pasó durante la
entrevista, pero se negó a regresar. Al domingo siguiente ellos pasaron
de nuevo por las calles y el lunes la esposa del ministro le escribió a
los parientes de la señorita Emily en Alabama.
De
modo que de nuevo tenía parientes bajo su techo y nosotros esperamos
para ver los acontecimientos. Al principio no sucedió nada. Luego
estábamos seguros de que se casarían. Nos enteramos de que la señorita
Emily había ido con el joyero y le había pedido un juego de tocador de
plata para hombre, con las letras H.B. grabadas en cada pieza. Dos días
después nos enteramos de que había comprado un juego completo de ropa
de hombre, incluyendo un camisón para dormir. Entonces dijimos “Están
casados”. De verdad estábamos contentos. Lo estábamos porque las dos
primas eran aún más Grierson de lo que la señorita Emily había sido.
De
modo que no nos sorprendió que Homer Barron se fuera —las obras en las
calles habían terminado desde hacía algún tiempo. Nos desilusionó un
poco que no hubiera una despedida pública, pero creíamos que él se
había ido para preparar la llegada de la señorita Emily, o para darle
la oportunidad de deshacerse de sus primas. (Para entonces ya era una
conspiración y todos éramos aliados de la señorita Emily para ayudar a
ahuyentar a las primas.) Efectivamente, después de una semana
partieron. Y, como todos esperábamos, tres días después Homer Barron
volvió al pueblo. Una vecina vio al negro recibiéndolo por la puerta de
la cocina en la penumbra una noche.
Ésa
fue la última vez que vimos a Homer Barron. También a la señorita
Emily, por algún tiempo. El negro entraba y salía con la canasta del
mercado, pero la puerta principal seguía cerrada. De vez en cuando la
veíamos en la ventana por un momento, como cuando la vieron los hombres
que esparcieron la cal, pero durante casi seis meses ella no se
apareció en la calle. Entonces supimos que también esto era de
esperarse; como si la personalidad de su padre, que había frustrado su
vida de mujer tantas veces, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa
como para morir.
Cuando
volvimos a verla, había engordado y su cabello se estaba volviendo
gris. Con los años se tornó gradualmente más gris hasta que llegó a ser
de un gris acerado, entrecano parejo, y así permaneció. El día de su
muerte a los setenta y cuatro años seguía siendo el mismo brioso gris
acerado, como el cabello de un hombre activo.
A
partir de entonces la puesta principal de su casa permaneció cerrada,
excepto por un periodo de seis o siete años, cuando ella tenía
alrededor de cuarenta años, durante el cual dio clases de pintura en
porcelana. Acondicionó una de las habitaciones a manera de estudio en
la planta baja y allí le enviaban a las hijas y nietas de los coetáneos
del coronel Sartoris, con la misma regularidad y el mismo espíritu con
que las mandaban a la iglesia los domingos, con una moneda de
veinticinco centavos para la canastilla de la limosna. Para entonces ya
le habían condonado el pago de impuestos.
Entonces
la nueva generación se volvió la columna vertebral y el alma del
pueblo, las alumnas de pintura crecieron, se fueron y no enviaron a sus
hijas con cajas de colores y tediosos pinceles e imágenes recortadas
de las revistas para damas a la casa de la señorita Emily. La puerta
principal se cerró por última vez detrás de la última alumna y
permaneció cerrada para siempre. Cuando el pueblo tuvo correo gratuito,
únicamente la señorita Emily se negó a dejarlos poner los números
metálicos sobre su puerta y a instalar un buzón. Ella no los escuchaba.
Día
con día, mes con mes, año con año, vimos al negro encanecer y
encorvarse, entrando y saliendo con la canasta del mercado. Cada
diciembre enviábamos a la señorita Emily una notificación para que
pagara sus impuestos, notificación que regresaría por correo una semana
después, sin haber sido abierta. De vez en cuando la veíamos en una de
las ventanas de la planta baja —evidentemente, había cerrado el piso
superior de la casa— como el torso tallado de un ídolo en un nicho, sin
que supiéramos si nos veía o no. Así siguió de generación en generación
—cercana, ineludible, impenetrable, impasible y perversa.
Y
así murió. Se enfermó en la casa llena de polvo y de sombras, con sólo
el negro senil para atenderla. Ni siquiera nos enteramos de que estaba
enferma; hacía mucho que habíamos dejado de intentar obtener
información del negro. Él no hablaba con nadie, quizás ni siquiera con
ella, ya que su voz se había vuelto áspera y oxidada, como por el
desuso.
Ella
murió en una habitación de la planta baja, en una pesada cama de nogal
con cortina, su cabeza gris apoyada en una almohada amarillenta y
mohosa por el tiempo y la falta de luz del sol.
5.
El
negro recibió a las damas en la puerta principal, con sus cuchicheos
silbantes y sus miradas furtivas y curiosas, y luego desapareció.
Atravesó la casa, salió por la parte trasera y nadie volvió a verlo.
Las
dos primas vinieron en seguida. Ellas organizaron el funeral al
segundo día y recibieron al pueblo que venía a ver a la señorita Emily
bajo un ramo de flores compradas, con la cara al carbón de su padre
meditando profundamente por encima del ataúd, las damas repugnantes
susurrando y los muy ancianos —algunos con sus uniformes de la
Confederación recién cepillados— en el porche y el césped, hablando de
la señorita Emily como si hubiera sido contemporánea suya, creyendo que
habían bailado con ella y que quizás hasta la habían cortejado,
confundiendo el tiempo y su progresión matemática, como le pasa a los
ancianos, para quienes el pasado no es un camino que se estrecha, sino
un vasto campo al que el invierno nunca toca, separado de ellos por el
estrecho cuello de botella de la década más reciente.
Ya
sabíamos que había una habitación en el piso de arriba que nadie había
visto en cuarenta años, cuya puerta debería forzarse. Esperaron, sin
embargo, hasta que la señorita Emily estuviera decentemente bajo tierra
antes de abrirla.
La
violencia al romper la puerta pareció llenar la habitación con un
polvillo penetrante. Un paño delgado como el de la tumba cubría toda la
habitación que es taba adornada y amueblada como para unas nupcias:
sobre las cenefas de color rosa desvaído, sobre las luces rosas, sobre
el tocador, sobre los delicados adornos de cristal y sobre los
artículos de tocador de hombre, cubiertos con plata deslustrada, tan
deslustrada que las letras estaban oscurecidas. Entre ellos estaba un
cuello y una corbata, como si alguien se los acabara de quitar; al
levantarlos, dejaron sobre la superficie una pálida medialuna entre el
polvo. Sobre una silla estaba colgado el traje, cuidadosamente doblado;
debajo de éste, los mudos zapatos y los calcetines tirados a un lado.
El hombre yacía en la cama.
Durante
un largo rato nos quedamos parados ahí, contemplando aquella sonrisa
profunda y descarnada. Parecía que el cuerpo había estado alguna vez en
la posición de un abrazo, pero ahora el largo sueño que sobrevive al
amor, que conquista incluso los gestos del amor, le había sido infiel.
Lo que quedaba de él, podrido bajo lo que quedaba del camisón, se había
vuelto inseparable de la cama en la que yacía, y la cubierta uniforme
del paciente y eterno polvo cubría el cuerpo y la almohada a su lado.
Entonces
nos dimos cuenta de que en la segunda almohada estaba la marca de una
cabeza. Uno de nosotros levantó algo de ella e, inclinándonos hacia
delante, con el débil e invisible polvo seco y acre en la nariz,
encontramos un largo mechón de cabello color gris acerado.
domingo, 13 de mayo de 2012
Walking around
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Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro navegando en un agua de origen y ceniza. El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos. Sólo quiero un descanso de piedras o de lana, sólo quiero no ver establecimientos ni jardines, ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores. Sucede que me canso de mis pies y mis uñas y mi pelo y mi sombra. Sucede que me canso de ser hombre. Sin embargo sería delicioso asustar a un notario con un lirio cortado o dar muerte a una monja con un golpe de oreja. Sería bello ir por las calles con un cuchillo verde y dando gritos hasta morir de frío. No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas, vacilante, extendido, tiritando de sueño, hacia abajo, en las tripas mojadas de la tierra, absorbiendo y pensando, comiendo cada día. No quiero para mí tantas desgracias. No quiero continuar de raíz y de tumba, de subterráneo solo, de bodega con muertos, aterido, muriéndome de pena. Por eso el día lunes arde como el petróleo cuando me ve llegar con mi cara de cárcel, y aúlla en su transcurso como una rueda herida, y da pasos de sangre caliente hacia la noche. Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas, a hospitales donde los huesos salen por la ventana, a ciertas zapaterías con olor a vinagre, a calles espantosas como grietas. Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos colgando de las puertas de las casas que odio, hay dentaduras olvidadas en una cafetera, hay espejos que debieran haber llorado de vergüenza y espanto, hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos. Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos, con furia, con olvido, paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia, y patios donde hay ropas colgadas de un alambre: calzoncillos, toallas y camisas que lloran lentas lágrimas sucias. |
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Autor: Pablo Neruda
Poema: Walking around Edición: Residencia en la tierra 1925-1935. Madrid, Cruz y Raya, 1935 |
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sábado, 12 de mayo de 2012
París y los surrealistas aborda el surrealismo desde el
interior del movimiento mismo. Con una mirada global, analiza los
principales temas que preocuparon a sus artistas y subraya la vigencia y
modernidad del movimiento.
La ciudad de París tiene un factor aglutinador: las más de 370 obras que
integran la exposición fueron inspiradas, creadas, expuestas o
coleccionadas en la capital francesa. Para los surrealistas París fue
una ciudad amada como un ser humano, un bosque de prodigios, un
privilegiado paraje del deseo.SURREALISMO
Un recorrido iniciático
Una pléyade de artistas, escritores, directores de cine, activistas y revolucionarios se reunieron en París tras la I Guerra Mundial. Atraídos por la Ciudad de la Luz, capital del arte desde el siglo XIX , propugnaron una auténtica revolución, no sólo en el terreno de las imágenes, sino también en el de las ideas. La concentración de artistas que se dio en esa ciudad en torno al Surrealismo nos parece hoy inimaginable y, sin embargo, este fenómeno de encuentros apasionados, no exentos de grandes tensiones afectivas y políticas, dio frutos espectaculares entre 1919 y 1966. París se convirtió, en palabras de Guy Debord, en el «taller del futuro»; de hecho, numerosas obras surrealistas han resultado ser el germen de un sinfín de producciones artísticas posteriores.
En el año 2002, dos grandes exposiciones tuvieron lugar en Europa en torno al Surrealismo. «Surrealism. Desire Unbound», en la Tate Modern, exploraba el rol del amor y las complicidades afectivas en el desarrollo del movimiento; y «La Révolution surréaliste», en el Centro Georges Pompidou, mostraba la importancia del Surrealismo con una gran abundancia de obras maestras. Si la primera constituía un enfoque específico, la segunda destacaba por la cantidad y la calidad de las piezas presentadas. Posteriormente, los estudios sobre ese movimiento se han ampliado de forma considerable desde el ámbito universitario, al tiempo que se ha abierto un debate crítico tras la publicación del libro de Jean Clair «Du Surréalisme» (París, 2003), que pone en cuestión la radicalidad del movimiento.
El Surrealismo
Los cafés de París:
primeros escenarios de los escándalos surrealistas
Aunque los integrantes del grupo cambiasen a menudo y los
ámbitos de interés de los surrealistas se extendiesen desde las
cuestiones estrictamente artísticas o literarias hasta los problemas
sociales, pasando por la toma de posición política, se mantuvo como
constante del movimiento un sentimiento de unidad, como indicó en una
entrevista tardía el propio Matta, integrado en el surrealismo en la
década de 1930: «Nos reuníamos en el Flore; fuera de nosotros no había
nadie, por tanto siempre estábamos los mismos. Entonces sabíamos que
adoptábamos una postura precisa. No se trataba de exigir que cada uno
se comportase de una determinada manera, concretamente como un tipo que
se propone destruir la estructura de la inteligencia burguesa. No era
eso. Intentábamos más bien crear otra manera de intelectualidad, una
intelectualidad colectiva. Los surrealistas tenían un sentimiento de
grupo muy fuerte; los problemas se abordaban conjuntamente. Esto era lo
novedoso».
Al estudiar la historia del surrealismo se tiene la impresión de que determinados temas y cuestiones inquietaban efectivamente a toda la comunidad. Tanto si se trataba de la parricida Violette Noziére, en cuyo favor intervinieron los surrealistas, de cuestiones relacionadas con la sexualidad o del compromiso político, como del fenómeno del sueño, de la alucinación y de la asociación libre, las aportaciones, las ideas y las obras procedían de todas las áreas artísticas.
Para los implicados, el surrealismo constituía una forma de vida, una especie de existencia que admitía lo lúdico y lo creativo, que se entregaba a la intensidad del momento, que en su espontaneidad contraponía la libertad interior y la desvinculación material a los valores burgueses. El lugar de reunión preferido de los surrealistas era el café.
El experimento de la individualidad colectiva encontró su espacio en una de las instituciones típicas de la gran ciudad, característica de la vida dinámica de la metrópoli parisiense, anónima y ruidosa, un lugar accesible a todos en cualquier momento.
Los surrealistas se reunían en el Certa, en el Grillon del Passage de l'Opéra o en el Cyrano de la Place Blanche, muy cerca de donde vivía Breton. Este lugar nada tenía que ver con los cafés de artistas de Montmartre y de la orilla izquierda del Sena, que enseguida traen a la mente a Toulouse-Lautrec o el período azul de Picasso. El Cyrano era más bien frecuentado por rufianes, prostitutas, agentes de cambio y narcotraficantes que, como los mismos surrealistas, habían presenciado en la otra acera una representación del Grand Guignol. El Cyrano atraía a los surrealistas por su condición de ámbito social marginal, de espacio en el que se encontraban rodeados de personajes marginados y de excéntricos.
El café de la Closerie des Lilas del Boulevard Montparnasse fue también escenario de uno de los primeros escándalos provocados por los surrealistas, el banquete literario organizado por Mercure de France el 2 de julio de 1925 en honor del poeta Saint-Pol-Roux. Se volcaron mesas, se pisoteó la vajilla, los surrealistas voceaban consignas revolucionarias, se repartieron golpes, se rompieron cristales; hubo varias detenciones.
Al día siguiente de aquellos incidentes el comité de la Societé des Gens de Lettres censuró el «escandaloso comportamiento de los surrealistas», el comité de la Association des Écrivains Combattants los condenó al «desprecio del público» y los críticos se comprometieron a no escribir su nombre y a no consignar las denominaciones de los grupos acabadas en -ismo. El incidente mismo es característico de la actitud anarquista y antiburguesa de los surrealistas. Sus acciones representaban una ofensa a lo universalmente reconocido y venerado y constituían un ataque al orden burgués establecido.
Al estudiar la historia del surrealismo se tiene la impresión de que determinados temas y cuestiones inquietaban efectivamente a toda la comunidad. Tanto si se trataba de la parricida Violette Noziére, en cuyo favor intervinieron los surrealistas, de cuestiones relacionadas con la sexualidad o del compromiso político, como del fenómeno del sueño, de la alucinación y de la asociación libre, las aportaciones, las ideas y las obras procedían de todas las áreas artísticas.
Para los implicados, el surrealismo constituía una forma de vida, una especie de existencia que admitía lo lúdico y lo creativo, que se entregaba a la intensidad del momento, que en su espontaneidad contraponía la libertad interior y la desvinculación material a los valores burgueses. El lugar de reunión preferido de los surrealistas era el café.
El experimento de la individualidad colectiva encontró su espacio en una de las instituciones típicas de la gran ciudad, característica de la vida dinámica de la metrópoli parisiense, anónima y ruidosa, un lugar accesible a todos en cualquier momento.
Los surrealistas se reunían en el Certa, en el Grillon del Passage de l'Opéra o en el Cyrano de la Place Blanche, muy cerca de donde vivía Breton. Este lugar nada tenía que ver con los cafés de artistas de Montmartre y de la orilla izquierda del Sena, que enseguida traen a la mente a Toulouse-Lautrec o el período azul de Picasso. El Cyrano era más bien frecuentado por rufianes, prostitutas, agentes de cambio y narcotraficantes que, como los mismos surrealistas, habían presenciado en la otra acera una representación del Grand Guignol. El Cyrano atraía a los surrealistas por su condición de ámbito social marginal, de espacio en el que se encontraban rodeados de personajes marginados y de excéntricos.
El café de la Closerie des Lilas del Boulevard Montparnasse fue también escenario de uno de los primeros escándalos provocados por los surrealistas, el banquete literario organizado por Mercure de France el 2 de julio de 1925 en honor del poeta Saint-Pol-Roux. Se volcaron mesas, se pisoteó la vajilla, los surrealistas voceaban consignas revolucionarias, se repartieron golpes, se rompieron cristales; hubo varias detenciones.
Al día siguiente de aquellos incidentes el comité de la Societé des Gens de Lettres censuró el «escandaloso comportamiento de los surrealistas», el comité de la Association des Écrivains Combattants los condenó al «desprecio del público» y los críticos se comprometieron a no escribir su nombre y a no consignar las denominaciones de los grupos acabadas en -ismo. El incidente mismo es característico de la actitud anarquista y antiburguesa de los surrealistas. Sus acciones representaban una ofensa a lo universalmente reconocido y venerado y constituían un ataque al orden burgués establecido.
El Café Certa en la actualidad
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sábado, 5 de mayo de 2012
domingo, 25 de marzo de 2012
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